Seguramente sea una de las figuras más importantes dentro de un centro
de menores, y quizá por eso mismo es una de las más desconocidas.
Al acercarnos al mundo del educador, lo primero que llama la atención
es la enorme precariedad laboral que existe en el sector, equiparable
a la existente en las cadenas de comida rápida. Es otro de los
beneficios de la privatización: contratos a fin de obra, sueldos no
siempre mileuristas, horas y turnos extra ni pagados ni agradecidos,
etc. Esta situación precaria favorece a su vez una represión laboral y
una persecución sindical muy acusada (como la sufrida por los
compañeros de CGT en el centro Los Rosales, gestionado en Madrid por
Siglo XXI), lo que permite a la patronal del sector silenciar a base
de despidos y no renovaciones cualquier actividad sindical que se
salga del amarillismo y cualquier discrepancia metodológica que se
pueda plantear. Ante esta situación y la terrible presión
institucional que lleva hacia el maltrato, es cuando podemos empezar a
comprender que la mayoría de los educadores en centros de menores son
los que ya no trabajan en ellos. La mayoría de los contratados no
llega al año de permanencia (muchos ni al mes), y tras esta traumática
experiencia la mayoría abandonan para siempre el sector profesional de
"lo social".
Ya tenemos una visión de la realidad laboral del educador. Pero esta
patética situación (a la que hemos llegado con la connivencia de los
partidos de la izquierda parlamentaria y por la pasividad de los
sindicatos de clase mayoritarios) no justifica que se maltrate a los
chavales. Porque, si bien es verdad que protocolos, normativas,
tradiciones de cada institución y demás son por sí solas generadoras
de dinámicas profundamente dañinas, no podemos olvidar que la mano
ejecutora del maltrato en última instancia es el educador.
¿Qué educadores hay en los centros de menores?
Ya hemos visto que la mayoría de las personas que entran en contacto
con este mundo sumergido al margen de la realidad (en los centros de
menores, al igual que en los centros penitenciarios para adultos, no
se viven 365 días al año, sino el mismo día 365 veces) huyen
despavoridas de él. De forma que se produce una especie de "selección
natural" a la inversa. Así que vamos a intentar exponer una tipología
descriptiva de los profesionales del sector. Encontramos tres subtipos
fundamentales: el sádico, el tonto útil y el educador propiamente
dicho.
El sádico: Afortunadamente no son muchos (aunque tampoco son pocos),
pero su papel suele ser preponderante en la vida y funcionamiento de
los centros. La pequeñez personal que sienten en su vida extramuros
tratan de resolverla erigiéndose en dioses intramuros, descargando sus
frustraciones vitales sobre los menores, totalmente indefensos ante el
poder absoluto que la institución otorga al educador sobre el menor.
Su "acción educativa" se sustenta en el recurso continuo al
aislamiento, la amenaza, el grito, el insulto y la vejación
permanente. Suelen ser los que mayores barbaridades cometen en nombre
de la contención física. Desquician a los menores con su persecución
constante, casi siempre en base a nimiedades e incluso ante paranoicas
conspiraciones de los menores que ellos mismos inventan. Puede parecer
incluso que estuvieran jugando a ser policías, montando y desmontando
tramas con el único fin aparente de elevar su ego a costa de infligir
un sufrimiento añadido a los menores (saltándose a la torera la
normativa cuando lo creen conveniente, para así endurecerla y ponerla
a su servicio personal, todo ello de manera impune incluso cuando la
dirección del centro tiene conocimiento de ello).
Este colectivo de sádicos está compuesto por un amplio elenco de
sujetos: porteros de discoteca, ex vigilantes de seguridad, monitores
de gimnasio, ex militares, ex legionarios, etc...pero también por
diplomados y licenciados universitarios.
El tonto útil: Bastante jóvenes, generalmente recién titulados, y
avalados por un buen curriculum académico. Son los componentes
mayoritarios de los equipos educativos. No han tenido ningún contacto
previo con nada que se parezca a la exclusión social; eso sí, alguno
de ellos ha trabajado alguna vez como monitor de ocio y tiempo libre,
por aquello de "siempre he querido trabajar con chavales", que queda
muy bien en la entrevista de trabajo.
Tolerantes y progresistas por definición, se acercan al mundo de los
centros (y al de la marginación) llenos de buena voluntad y vocación,
pero no exentos de cierto tufillo clasista y paternalista propio del
ambiente universitario: ellos son los que saben qué le conviene a la
gente, y se creen capacitados y por ello con derecho a entrometerse y
juzgar la vida de los demás, y a indicarles lo que tienen que hacer
con sus vidas, eso sí siempre por su bien.
Su principal cualidad es la incoherencia: se muestran todopoderosos
con los críos y sumamente inseguros y sumisos con el resto,
especialmente con sus superiores, con la empresa y con quienes se
muestran aparentemente seguros de lo que están haciendo (los sádicos).
De manera consciente no suelen maltratar a nadie, pero su labor en el
centro suele limitarse a ser meros aplicadores de normativas como
autómatas, convirtiéndose en fieles correas de transmisión del
maltrato institucionalmente ideado. Como buenos y sumisos estudiantes
que han sido siempre (en las reuniones de equipo "toman apuntes"),
muestran un feroz espíritu acrítico (que para algo el sistema
educativo funciona como funciona), lo que les lleva a asumir como
propios los valores de la empresa solidaria de la que forman parte
(aceptando alegremente condiciones laborales draconianas por el bien
de los niños). Aunque parezca mentira, llegan a creerse que todo lo
que hacen es por el bien del menor...¡interiorizan que engrilletar y
aislar aun niño es educativo!
Por regla general, junto al acriticismo más indigno, se muestran
especialmente timoratos. Esta debilidad de caracter, por no hablar
abiertamente de cobardía infame, les lleva a mirar continuamente para
otro lado, limitándose a reírle las gracias a los sádicos de los que
hablábamos antes. E incluso algunos tratan de imitarles convencidos de
que así harán mejor su trabajo (y algún día serán ascendidos a
coordinadores).
El educador: Es decir, el que educa. Son pocos, y generalmente
aislados dentro de los centros. Se trata de personas que consideran
que lo importante no es la consejería de Bienestar Social, ni sus
técnicos, ni la fundación que paga su nómina...sino los chavales.
Honradamente trata de hacer su trabajo. Es consciente o ha ido tomando
consciencia de la realidad de los centros, y ha decidido quedarse a
pesar de todo y de todos. Sabe o intuye que la espada de Damocles
pende sobre él continuamente en forma de despido, pero aun así decide
ser educador y no dejarse llevar por lo más fácil: actuar como
carcelero.
La privación de libertad siempre tiene nefastas consecuencias, más
para los niños. Pero incluso en estos purgatorios, se puede llegar a
realizar una labor educativa, por mínima que sea, y es necesaria
mientras los centros sigan existiendo. Pero la honradez y las ganas de
trabajar por los chavales no son suficientes. El educador debe reunir
ciertas características personales que le permitan ser útil para este
tipo de labor. Lo primero que necesita un educador es una sólida
formación, tanto académica como vital. Sin esta formación, muchas
situaciones se le escaparán de las manos, ya que tendrá que afrontar
situaciones muy complejas y problemáticas que exijan tanto un amplio
conocimiento como el hecho de "tener calle". Su madurez personal será
fundamental, ya que muchas situaciones le van a afectar personalmente
y debe saber encajarlas. Y le van a afectar porque si ha decidido ser
educador y no carcelero, sólo podrá trabajar desde el compromiso. Debe
comprometerse con el chaval, trabajando desde el encuentro personal,
acercándose a él, rompiendo con la distancia que impone la institución
(y muchas veces las absurdas teorías que le habrán explicado en la
facultad). Pero inevitablemente, al menos en un primer momento, será
recibido por el chaval con desprecio, hostilidad e incluso agresividad
(algo normal, resultado del propio encierro y de su propia historia de
vida). Pero para no responder devolviendo esa misma hostilidad y
agresividad (utilizando el poder que le otorga la institución), el
educador debe tener una fuerte resistencia a la frustración, ya que la
muchas veces nula respuesta incial del chaval, al igual que la
resistencia de la institución ante todas las iniciativas que llegue a
plantear, es muy frustrante.
Además, el educador debe gozar de una importante creatividad, para
tratar de paliar la enorme pobreza a todos los niveles de su lugar de
trabajo, lo que será fundamental para potenciar las cualidades innatas
de cada chaval. Y también debe ser muy flexible. Esta flexibilidad no
sólo permitirá al educador entender al menor y sus circunstancias,
sino que le ayudará a aplicar la normativa de la forma menos dañina
posible para el menor.
Este conjunto de cualidades llevarán al educador a ganarse cierta
autoridad ante los menores. Pero una autoridad personal (es decir, de
alguna manera le facilitará ser adulto de referencia para el menor),
no una autoridad impuesta por ley (que no es autoridad sino capacidad
para ejercer poder autoritario sobre otro, a través de la fuerza o la
amenaza de su utilización). Y si a todo esto le sumamos una fuerte
capacidad empática, podremos empezar a hablar de proceso educativo.
Esta empatía implica estar cercanos al chaval, no para ser uno de
ellos, pero sí para conseguir cierta intimidad con él, sin abusar del
poder que tiene como educador, sin imponer su criterio, pero
manteniendo el rol de adulto de referencia. Así, poco a poco, cuando
el chico perciba la autenticidad personal del educador, podrá vencer
las lógicas resistencias y prevenciones previas y podrán comenzar a
recorrer juntos el camino de intercambios personales en que consiste
en realidad eso tan raro de educar. Si es capaz de escuchar y estar
cerca del chico, si es capaz de crear espacios y tiempos de encuentro
personal, que son como islas en un mar de agresión institucional, el
chaval será capaz de pararse a reflexionar, e interpretar de manera
autocrítica su vida. Si el educador es capaz de llegar a esto, tal vez
el internamiento pueda servir para algo más que para someter,
humillar, castigar y llenar de odio y rabia las entrañas del menor.
¿Qué es educar?
Si en el apartado anterior comenzábamos definiendo al educador como
aquel que intenta educar, nos enfrentamos ahora a la necesidad de
definir esta labor. Debemos partir de la aclaración de que es un
proceso vital que se da en cualquier sociedad desde que esta existe.
No es una categoría profesional. No es exclusiva de una élite que deba
gozar de un prestigio especial. Todos somos educados y todos educamos
cada vez que nos relacionamos con un niño. La diferencia (de grado)
radica en el compromiso que el educador asume en la vida del niño al
intentar hacerse cargo de su proceso educativo, de por sí viciado por
una biografía marcada por el abandono sistemático y la exclusión
social.
Así, asumido el fracaso de la institucionalización que acabamos de
revisar, cobra especial relevancia la alternativa de generar espacios
de encuentro personal con el niño excluido. Es necesario constatar el
punto de partida: educar solo puede ser un ejercicio afectivo que se
funda en el vínculo entre el adulto y el niño al que estamos formando.
Así, es bajo este prisma desde el que debemos entender la apuesta que
se basa en la renuncia a las relaciones basadas en la dominación y la
cosificación. Construir un modo de intervención que genere vínculos
personales a partir de la intención de aquel que educa de sumergirse
en la realidad que el niño al que quiere educar vive: su familia, su
estatus económico, su biografía anterior, etc...Hacer un minucioso
acopio de datos que formen parte de su universo de sentido para, con
ello, comenzar a construir un vínculo empático. Un encuentro personal,
fuera de espacios creados artificialmente y basados en la
despersonalización de todo aquello que rodea la intervención
institucionalizada con el niño y generador, en sí mismo, de sentido
afectivo para ambos.
Desde esto, el adulto se acerca al niño al que quiere educar si se
acerca a su mundo y le comprende desde él. Conseguido esto, su
intervención con él seguirá todo el tiempo fundamentada en el vínculo
que les une y deberá responder a la intención de sanar, o al menos,
paliar las deficiencias que ha ido descubriendo en el mundo que le
rodeaba. El niño es víctima de un contexto en el que sus necesidades
han sido sistemáticamente ignoradas o diferidas durante toda su vida y
el educador ha podido comprobarlo; igualmente ha entendido el origen
de sus mecanismos de defensa, sus bloqueos, etc...con lo que su
contacto estará fundado en la empatía que éstos le hayan despertado y
en la confianza que el niño vaya aprendiendo a tener en un adulto que
comienza a ser una figura de referencia para él.
El adulto debe anticipar altruistamente sus esfuerzos y dejar de
esperar consecuencias inmediatas de sus actos -rasgo que probablemente
haya aprendido de alguna de las novísimas escuelas de psicología
infantil y juvenil o de alguno de los múltiples modos de intervención
con menores en exclusión social que pueden ser aprendidos actualmente
en las universidades y en el mundo laboral que rodea el trabajo con la
pobreza y la niñez-, para mostrarse en una relación auténticamente
humana.
De todas las desventuras y satisfacciones que ésta generara debemos
especificar especialmente una intención: sólo puedo organizar -o
construir, en la mayoría de los casos- el mundo íntimo de un niño si
organizo su mundo exterior, si normalizo su modo de relación con la
realidad que le rodea, si garantizo su seguridad y su estabilidad
tanto inmediata como, sobre todo, a medio plazo. Desde la calma, la
serenidad, la paciencia, la perseverancia y la tenacidad ir
construyendo un mundo con sentido alrededor del niño o adolescente,
para que él pueda ir reconstruyendo su mundo íntimo. Sólo esto nos
garantiza un intento honesto de trabajo con niños en situación de
exclusión social.
Escrito por fundacionobelenno el 10/08/20
http://fundacionobelenno.blogspot.es/1249918260/
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